martes, 22 de enero de 2008

PROBLEMA LATINOAMERICANO

Por: Pepe Estela Pérez[1]

Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICAPROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICAPROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA
PROBLEMA LATINOAMERICANO
Por: Pepe Estela Pérez[1]
Estamos en el mundo y cambiamos con él, sin duda. El problema radica en establecer nuestro papel en cada uno de los momentos de ese cambio. Es evidente en ese sentido, por ejemplo, que nuestros problemas ambientales forman parte de una crisis más amplia, que carece de verdaderos precedentes en la historia de nuestra especie. En efecto, las crisis ambientales del pasado -en la Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo- tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades específicas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades contemporáneas de relación de los humanos con el mundo natural; se desarrolla con intensidad creciente; y además, se torna ya en una crisis ecológica a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta. Los hechos de esta crisis -en particular, su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental- han contribuido de manera decisiva a poner en cuestión la vieja teoría del desarrollo15. E n la práctica, lo que hoy se entienda por “desarrollo” en América Latina ha dejado ya de sugerir la necesidad de algún tipo de vínculo deseable entre el crecimiento económico, el bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, por no hablar de una relación más responsable con el mundo natural.
Más aún, si entre las décadas de 1950 y 1970 la expresión “países en desarrollo” significó a un tiempo una modalidad específica de relación entre las naciones de la periferia y las del centro del sistema mundial, y una asignación de sentido a esa relación, eso pertenece ya al pasado.
Nada expresa de manera tan dramática esa crisis de pensamiento como el desplazamiento de la teoría del desarrollo por los llamados a luchar por un desarrollo humano sostenible, que a fin de cuentas no expresa sino la inviabilidad, en el marco del sistema mundial realmente existente, de las nobles metas que aquella teoría alguna vez propuso. En este sentido, aún con toda su ambigüedad, la demanda de un desarrollo humano sostenible apunta a una necesidad verdadera, que a fin de cuenta sólo podrá ser resuelta transformando la circunstancia que la origina. En esto han venido a coincidir, por otra parte, segmentos cada vez más amplios de los movimientos ambientalistas de ambas partes del hemisferio que, al vincular la lucha contra la degradación ambiental a la crítica al deterioro social, ponen en cuestión las formas dominantes en la organización del sistema mundial.
De este modo, y ante las características ya indicadas de la crisis contemporánea, tanto la sustentabilidad como el desarrollo han venido a ser nociones sujetas a un proceso de replanteamiento que discurre a lo largo de un diálogo entre culturas obligadas a reconocerse en sus afinidades y diferencias si desean sobrevivir.
Es mejor, con toda evidencia, que ese diálogo resulte del ejercicio de una voluntad consciente que del choque inevitable entre realidades y demandas antagónicas.
Para ello –y en particular en el caso del hemisferio que habitamos- resulta imprescindible facilitar la comprensión de la historicidad del debate en que el diálogo tiene lugar para contribuir a llevarlo más allá de su tendencia a encarar el deterioro ambiental como el resultado de un manejo poco eficiente de los recursos naturales, antes que como un problema que pone en evidencia la necesidad de entender de manera nueva el origen y la racionalidad de las formas de relación con la naturaleza que sustentan al modelo de crecimiento económico vigente
En un debate así historizado, corresponde a una historia ambiental latinoamericana la tarea de caracterizar las diferencias entre nuestros ambientalismos y los de las sociedades noratlánticas, para facilitar la identificación de las presencias y ausencias en el diálogo, y la adecuada evaluación de aquella pluralidad sin la cual América Latina no podrá aportar ideas e iniciativas realmente nuevas en la búsqueda de mecanismos globales de cooperación. Porque ocurre que, en efecto, en ambos mundos está planteada ya la demanda de un e t h o s nuevo, distinto y antagónico al de la economía de rapiña, en el que un uso previsor de los recursos naturales se vincule a la necesidad de incorporar a las mayorías sociales a la solución de sus propios problemas, en particular aquellos en los que la pobreza y la marginación social y política contribuyen a hacer aún más graves los procesos de deterioro que ya afectan al mundo natural de la región.
Este tipo de coincidencias entre ambos mundos constituye una reserva aún poco conocida de elementos que, sin duda, facilitarán mucho el diálogo entre nosotros mismos y con aquellos que enfrentan problemas y preocupaciones de origen semejante en sus propias regiones. Por lo mismo, la incorporación de esa reserva cultural al debate en curso se ha convertido ya en una tarea -tan urgente como fascinante que espera por las contribuciones de un amplio número de disciplinas de las ciencias humanas y naturales de nuestra región. Y esto, en América Latina, supone en primer término rescatar la legitimidad negada por los estados oligárquicos de ayer y de hoy a las múltiples expresiones del ambientalismo popular a que se refieren autores como Fernando Mires (1990), y superar finalmente la escisión que, tanto en lo cultural como en lo social y lo económico, caracteriza a nuestras relaciones con el mundo natural.
Todo esto implica que una historia ambiental latinoamericana deberá desarrollarse a sí misma a través del impulso por avanzar mucho más en la continuación de los esfuerzos pioneros de autores como Nicolo Gligo y Jorge Morello, entre nosotros, y Donald Worster, Alfred Crosby y Richard Grove, en el mundo noratlántico, entre muchos otros. Y eso significa, también, la búsqueda de nuevas formas de comunicación y colaboración entre las ciencias naturales y las humanas, de modo que resulte posible combinar sus aportes en un nuevo tipo de empresa intelectual, capaz de apuntar a un problema aún más amplio, y a una promesa todavía más rica.
Parece ser, en efecto, que los académicos de América Latina no están solos en la pérdida creciente de su capacidad para ejercer el modo ecuménico de aprendizaje y razonamiento que caracterizó en otros tiempos a hombres como José Martí y Charles Darwin, para señalar ejemplos en ambas riberas del Atlántico, o del propio Martí y Henry David Thoreau, para mencionarlos en este hemisferio.
Y, sin embargo, el tipo de desafíos que enfrentamos hoy está creando con rapidez una nueva circunstancia que podrá contribuir a restaurar a las ciencias humanas en el lugar que merecen como eje fundamental de la cultura creada por nuestra especie.
Para que ello llegue a ser posible, hoy es más necesario que nunca que empecemos a trabajar con aquellos que podrían facilitarnos el conocimiento de lo que para nosotros es aún el lado oculto de la cultura ecológica del norte. Aquella que se permite plantear la necesidad de enfrentar el hecho de que “a pesar de toda la retórica en contrario, no se puede tener lo mejor de dos vidas posibles no es posible maximizar la riqueza y el predominio, y maximizar al mismo tiempo la democracia y la libertad. El desdén por reconocer este hecho ha sido un rasgo característico de los Estados Unidos y del conjunto de Occidente, derivado de la inocencia y las ensoñaciones de la juventud. Pero ya no puede ser así. Es necesario hacer una clara opción consciente” (Worster, 1992: 334).
Así definido, ese diálogo facilitaría mucho la identificación de los obstáculos y oportunidades de orden político y cultural para una cooperación internacional que pudiera incluir a las sociedades involucradas, y no sólo a sus gobiernos. Se trata, en breve, de hacer y no sólo de escribir una historia planetaria capaz de ir más allá de la tendencia, hoy dominante, a considerar a la biosfera como un mero contexto para el desarrollo de relaciones económicas y políticas entre las sociedades humanas.
Una perspectiva a un tiempo ambiental e histórica como ésta podrá ser, de hecho, la más adecuada para promover una política de colaboración internacional capaz de enfrentar el deterioro de la biosfera con el énfasis que requieren los problemas asociados al reparto equitativo de costos, beneficios y esfuerzos entre las regiones involucradas. Y esto no sería poca cosa en una circunstancia marcada por el conflicto creciente entre la capacidad cada vez mayor de identificación y previsión de problemas que nuestra civilización ha logrado en el plano del conocimiento, y su creciente incapacidad para producir reacciones políticas de alcance equivalente.
Este programa de trabajo, si llega a ejecutarse, tendría que ser traducido a una pluralidad de iniciativas de investigación, debate y organización, conservando siempre su carácter multidisciplinario mediante un enfoque que combine a un tiempo la investigación histórica de largo plazo hacia el pasado y el análisis de las tendencias de mediano plazo en el desarrollo de los acontecimientos que la crisis ha puesto en marcha. En tanto seamos capaces de actuar en este sentido como gente de cultura, comprometida con la sobre vivencia y el bienestar de nuestras sociedades, habremos contribuido a la solución de uno de los grandes problemas de nuestra región en nuestro tiempo. Como latinoamericanos, además, habremos sabido atender a la advertencia que nos legara Simón Bolívar en el contexto de otra crisis, también decisiva en nuestra historia: “Ala sombra de la ignorancia trabaja el crimen”. Y no cabe duda que, sabiendo al menos cuánto está aún por ser hecho, dejar de hacer será el crimen mayor de nuestro tiempo.
[1] IX CICLO: Ciencias Sociales y turismo UN “JOSÉ FAUSTINO SANCHEZ CARRIÓN” (PROFOOSA-JAÉN);Asignatura: ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

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